Súbitamente y sin ningún pudor, el mundo escapa.
Nosotros, antaño dioses presuntuosos,
quedamos suspendidos en el aire, flotando.
Nos saludamos unos a otros, desde lejos, sin poder tocarnos.
Acercándonos, alejándonos. Sin poder controlarlo.
Sin contacto, estamos condenados a la desaparición.
Sin contacto, estamos destinados a la soledad.
Sin contacto, estamos destinados a la locura.
Locos, solos. Tendiendo a la desaparición.
Vagando por el vacío, dando vueltas.
Acariciando la ausencia de lo que tuvimos, de lo que poseímos.
Vientres de mujeres albergan agujeros progresivos,
se expanden, sin que pueda evitarse, hasta explotar.
Palabras, llenas de significado, comienzan en bocas amables,
y terminan perdidas, vacías en el propio vacío.
Y, mientras, se cruzan, y se desconocen.
Abrazos inertes ahogan al ejecutante, y lo eliminan.
Lágrimas convertidas en lluvia esporádica, lenta y amarga.
El otro, el que tuviste a tu lado, perdido hace tanto tiempo.
Su espalda entrevista, quizás, a lo lejos, hace poco,
perdiéndose, quizás, definitivamente.
El último bebé, ya convertido en adulto,
mentalidad fracasada en un cuerpo desbordado.
Y nada [nada] de lo que tuvimos en nuestra mano,
vuelve a estarlo.
Locos, solos. Tendiendo a la desesperación.
El momento de nuestro final, siempre, igualmente lejano/cercano.
A veces creemos que está aquí. Y surge la esperanza.
Pero nada termina, cuando nada ha comenzado.
Sostenido en ese instante, sin un mundo a tus pies, ni en tu interior.
Lúgubre, amargado, oscuro.
Buscando el instante, de nuevo.
Pero ya no existe. Ya todo ha terminado.
Y tu existencia se ha quedado clavada en ese lugar, que ya no lo es.
En ese instante, que ya no existe.
En ese cuerpo, que ya no es el tuyo,
aunque te pertenezca, aunque lo sientas.
Todo ha terminado.
Has acabado loco.
Has deseado tu muerte.
Has acabado solo.
Nadie a tu alrededor
Desesperadamente suspendido
Sin el mundo a tus pies.
Solo.
Y loco.
Soy tan blanco que cuando palidezco desaparezco, de Iñaki Echarte. Ed. Vitruvio, Colección Covarrubias, nº 68
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