Muchos malentendidos sugiere mi nombre
Tomás en arameo el mellizo.
Nunca he sido el doble de Jesús,
tampoco he tenido un hermano gemelo,
por darse un capricho mis padres,
Tomás para toda la vida.
Pude cambiármelo y no lo hice
a mucha honra hay por el mundo
más de un Tomás.
Tiene su encanto desconcertar a los amigos,
dejarles con la boca abierta,
con el corazón en la mano,
incité a los apóstoles en Betania
a morir como Lázaro
para que Jesús nos resucitara.
Dijeron que nones.
Me costó entender
qué camino llevaba Jesús andando
el tiempo,
a dónde nos llevaba.
Nunca dejó claro de qué iba
hasta que resucitó,
me enteré de oídas en Emaus,
hablaban de ello unas mujeres
de sonrisa prometedora
que se cortó
al oírme decir que al tocar,
mis dedos
comprobarían
si era mortal Jesús Resucitado.
Con la mirada patético
me vieron.
En el séptimo cielo me dejó
con los ojos abiertos de par en par
ahí en el lago Tiberíades.
Delante de mí Jesús
no puso los pies en el suelo,
tocó el cielo con las manos,
le vi andar por las nubes,
y me hizo ver las estrellas
a mí,
y a otros seis que atentos
le vimos ascender,
volar,
ausentarse.
Nos dejó el Espíritu de golosina,
en tierra nos quedamos para vestir santos.
Ciento cincuenta máximas de gran sabiduría
y ambigüedad
reseñé a mucha honra en mi evangelio;
al parecer no doy tanta importancia
a la muerte de Jesús en la cruz,
¡faltaría más! de órdago fue la resurrección.
Por haberse reanimado Él,
por decir que le había visto subir a los cielos,
que el suyo fue
un salto de altura olímpico inigualable,
acabé mis días
dando explicaciones sobre Jesús
en la India
a un príncipe.
Desconfiados como Tomás hay muchos,
nunca
dos iguales.
¿Lo tomas o lo dejas? es Jesús.
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