Mi padre
Mi padre estaba ahí,
sentado en el sillón, con sus noventa años.
Miraba sin mirar
con los ojos clavados en el suelo,
sintiendo por los hombros el peso de la pena.
Quietas las manos, el sol de la ventana
le marcaba rayada la luz de la persiana.
Se hizo todo memoria de silencio y esfinge.
Se nos hizo aún más noble, más fino, más entero,
como un bramante, lo mismo que un cristal,
casi como un suspiro: débil y fuerte.
Y frente a la derrota quiso recomponerse.
(¿Cuánto pudo costarte, padre, lograr esa entereza?)
Y aguantó horas y horas velatorio y entierro
y millares de abrazos y frases sin sentido.
Y mantuvo la pena recio como una encina
y condenó a las lágrimas sólo para la noche
cuando la casa entera nadaba en soledades.
Así vivió diez meses.
Con la misma entereza,
cuajado de recuerdos, la mente clara y firme,
una tarde de marzo pidió un vaso de agua
y remató el camino sin una sola queja.
La hermana muerta, de Santiago Castelo. Ediciones Vitruvio, número 263 de la Colección Baños del Carmen.
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