Desde que vino una banda de desaprensivos
a robarme la niebla,
una banda de títeres sin brazos
dispuestos a soportar la tragedia,
desde que izaron sus garfios brillantes
y destruyeron mi hacienda…
Desde entonces no he querido abrir
los ojos al fracaso,
he preferido quedarme en la calle
dando tumbos de esquina en esquina
y planeando intervenciones subversivas.
Desde entonces odio las sugerencias
y la lucidez de los sabios,
los nocturnos de violín y de guitarra
y la estupidez de las gaitas.
Desde que izaron sus garfios brillantes
y disiparon mi niebla.
Los trenes no esperan,
se marchan, seducen a su paso
pompas de aire tenebroso
con algún silbido prolongado
como un hilo de saliva.
Los trenes se marchan a horas extrañas
con un no sé qué de sabor a anginas
y a café posado…
Es inútil esperar en los andenes
porque entonces los trenes no pasan…
Los trenes sólo pasan
cuando no se los espera, y nos sorprenden:
hay que agarrarse a los trenes con las uñas
cuando pasan por delante,
aunque te den la espalda,
hay que montarse en marcha
porque los trenes no paran,
eres tú el que estás parado
con la maleta cerrada,
eres tú y tu intuición y el silbido:
afinar la vista, oler su llegada,
saltar a lomos de la conquista
sin parar en todas las estaciones.
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